martes, 1 de abril de 2008
viernes, 29 de junio de 2007
Las Nuevas Torres de Babel
Hace poco más de doce años, cuando el arquitecto César Pelli elaboraba los planos y las maquetas de la torre más alta del mundo, fui a visitarlo a su estudio de New Haven, en Connecticut, dos horas al norte de Nueva York. El coloso Miglin-Beitler iba a levantarse en la esquina sudoeste de las calles Madison y Wells, en Chicago. Su altura, de 656 metros, aspiraba a duplicar la del mítico Empire State y a superar con holgura la del rascacielos Sears, a orillas del lago Michigan, cuyos 442 metros regían las alturas del mundo desde 1974. Lo que mostraba la maqueta no sólo era impresionante; también era bellísimo: una estrecha aguja blanca de vidrio y acero, que desafiaba los cielos y culminaba en un mirador rodeado de nubes. Nunca se terminó de construir. La Guerra del Golfo y la suba vertiginosa de los precios del petróleo provocaron la ruina del mercado de bienes raíces en los Estados Unidos y el proyecto quedó cancelado. Al año siguiente, sin embargo, el petróleo acudió en ayuda de Pelli. La poderosa empresa Petronas, de Malasia, le encomendó la construcción de dos torres iguales, de 452 metros cada una, situadas en Kuala Lumpur. En vez de la aguja airosa de Chicago, el arquitecto imaginó un diseño geométrico de hormigón y vidrio que evoca el arte islámico y que a la vez recuerda vagamente la arquitectura de la Sagrada Familia, obra magna del catalán Antoni Gaudí. Desde entonces no han dejado de sucederse los proyectos de rascacielos cada vez más osados a un ritmo de dos a tres por año, hasta sumar ahora veinte –quizá más– que superan los 300 metros. La mayoría se construye en parajes donde sobra el espacio: en Dubai, en Riad, en Atlanta, en Taipei, o en ciudades de maravilla como Hong Kong y Shenzhen. Las nuevas torres recuerdan la imagen, frecuente en el cine de Hollywood, de una planicie interminable y vacía, cortada por un horizonte de obeliscos repentinos. Detrás de ese paisaje paradójico alienta siempre la sombra de la torre de Babel, primer intento del hombre de contemplar el mundo desde lo alto de los cielos. Las formaciones verticales han multiplicado desde el Génesis el deseo de un diálogo con Dios. Los seres humanos hablan o ruegan, y Dios calla. Los oyentes atribuyen a ese silencio infinitos sentidos: cólera, misericordia, indiferencia, amenazas de castigo. Los menhires, los tótems, las pagodas, las catedrales han sido siempre lugares de oración. En los rascacielos hay un soplo de los campanarios florentinos y de los minaretes musulmanes, una actitud de plegaria que se remonta a los orígenes de la especie. Recuerdo aquella mañana transparente del otoño boreal, en New Haven, hace más de una década. Bajé del tren a eso de las nueve, junto con enjambres de estudiantes que venían desde las ciudades cercanas a sus clases en Yale. Caminé hacia Chapel Street, junto a los muros falsamente medievales del campus universitario. La brisa dispersaba las hojas secas y oxidadas de los cedros. El edificio de oficinas de la firma César Pelli y Asociados tenía cuatro plantas. En la segunda se divisaba una hilera de mesas altas y claras sobre las que se inclinaban maquetistas y dibujantes, todos menores de treinta años, todos concentrados en los movimientos de sus tiralíneas. Las paredes eran monacales, sin un solo detalle que desviara la atención de la aguja de luz del edificio que iba a llamarse Miglin-Beitler, y que estaba condenado a quedar en nada. Habían ubicado la maqueta en un recodo entre la segunda y tercera planta. Detrás se veía una reproducción del óleo que Pieter Brueghel el Viejo pintó a mediados del siglo XVI, La torre de Babel. Con más de un metro noventa de estatura, Pelli era tan imponente y erguido como una de sus torres y hablaba con el moroso acento tucumano de la adolescencia. En aquellos tiempos, nadie podía imaginar que los terroristas de Al-Qaeda destruirían las Torres Gemelas de Manhattan en septiembre de 2001 ni que un terremoto de 7 grados en la escala de Richter pondría a prueba, a comienzos de abril de 2002, la solidez del edificio Taipei 101, entonces sin terminar, que sigue siendo –con 509 metros– el más alto del mundo. Ese récord podría caer a finales de 2008, cuando el rascacielos Burj Dubai supere los 800 metros: otra aguja deslumbradora cuyos materiales se inspiran en la ligereza y resistencia de los huesos de las aves, en la flexibilidad de las palmeras y en la capacidad del ser humano para adaptarse a su medio ambiente, sea cual fuere. Una empresa coreana, Samsung Electronics, es la constructora principal del Burj Dubai. Sus oficinas mantienen el secreto de la altura final, por miedo a que un competidor oculto trate de aventajarlos en esa batalla enloquecida entre torres de Babel cada vez más desafiantes. Desde el comienzo de los tiempos, las torres se han alzado como puntos de exclamación para llamar la atención de Dios, o de los dioses. Dos mil quinientos años antes de Cristo, tres pirámides de 140 metros fueron erigidas en Giza, Egipto, para servir de tumba a los faraones que se consideraban descendientes del dios Ra. Dos milenios más tarde, los mayas erigieron el conmovedor templo de Tikal, que se erguía a más de cien metros y estaba pintado con tintes brillantes que atraían la luz solar. El tiempo fue borrando los colores, y ya no quedan sino vagas huellas. Tres altas estructuras emblemáticas dominan los últimos ciento veinte años, y las tres son el símbolo de sus ciudades. La más célebre es la torre Eiffel, construida como figura central de la Exposición de París en 1889, sin ninguna razón práctica. Sólo sirvió para demostrar el poder del hierro frente al embate del viento, y para que los seres humanos suban hasta la cima de trescientos metros y contemplen desde allí la magnificencia de la ciudad. Otra torre bellísima, la John Hancock, en Chicago, rindió homenaje a la grandeza de Eiffel al guardar, en la cápsula de tiempo que se levanta en su techo, situado a 241 metros de altura en una esquina céntrica, una barra de hierro de la torre francesa, una copia de la declaración de la independencia de Estados Unidos y el traje del primer astronauta que pisó la Luna. La tercera está en Nueva York y no es fácil elegir una entre dos maravillas iguales. El Empire State compite en belleza con el edificio Chrysler, que no es el más alto y el más estilizado pero sí el más misterioso. Cualquiera de las dos torres refleja el alma de la ciudad. Aunque la Chrysler terminó de construirse en 1930, puede verse como un resumen de la década anterior –la era del jazz–, con sus líneas art déco y sus ángulos agudos tomados del expresionismo alemán. Tiene 319 metros, setenta menos que el Empire State –dos años más joven–, y aunque ambas son la señal de que el viajero está acercándose a la isla de Manhattan, la torre Chrysler sigue siendo un soplo de la ciudad que ya fue, en tanto que su vecina se perfila como el horizonte de la Nueva York futura. Lo que más sorprende en la Chrysler es la cúpula de seis espirales puntuadas por ventanas triangulares cada vez más pequeñas. Poca gente sabe que en la punta de la torre hay un baño ínfimo, de dos metros por dos, donde el primer dueño, William P. Chrysler, solía sentarse para observar la efervescencia de la ciudad desde su trono doméstico. Cuando fui a New Haven, aprendí de memoria el versículo 4 del capítulo 11 del Libro del Génesis, y se lo recité a César Pelli para saber qué le parecía. “Eh, dijeron los hombres. Vamos a edificar una ciudad con una torre cuya cima hienda los cielos.” “Esos hombres querían oír la voz de la eternidad”, me respondió el arquitecto. “Fue un acto de orgullo, pero movido por el deseo de estar cerca de Dios.” ¿Cuánto más alto subirán las torres de Babel de este siglo XXI? Después de los 800 metros del rascacielos Burj Dubai se ha puesto en marcha el proyecto de una ciudad vertical que podría superar el kilómetro de altura. Ya no se espera un castigo como el de la dispersión de las lenguas que destruyó a Babel, ni una fuga en masa de la especie humana, después de la cual nadie podría encontrarse con nadie. Los arquitectos suponen, sin embargo, que Dios hablará a su manera. Y que, cuando lo haga, dirá algo que ahora está más allá de toda imaginación.
domingo, 24 de junio de 2007
Panorama Maker 4
Panorama Maker es un software que te permite crear fotos panorámicas de forma muy sencilla, el cual no requiere ningún tipo de conocimientos de edición gráfica ni nada por el estilo. El programa cuenta con un modo de trabajo automático; capaz de unir las fotos entre sí ajustándolas por sí mismo hasta hacerlas encajar de forma perfecta, o manual con el que se podránm ajustar los puntos de unión, cortando y pegando donde sean necesarios. Éstos modos funcionan muy bien siempre y cuando, se cuente con las imágenes adecuadas para crear la panorámica. Las formas en que se pueden realizar las panorámicas son: en horizontal, en vertical, tile o en 360º.
Éstas primeras fotos son sacadas desde la terraza del Nuevo Centro Shopping
Éstas primeras fotos son sacadas desde la terraza del Nuevo Centro Shopping
miércoles, 30 de mayo de 2007
miércoles, 23 de mayo de 2007
miércoles, 16 de mayo de 2007
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